Mujer sentada con un niño en brazos, Mary Cassatt, 1890.
Una mamá que escribe
Por: Dani Game
Ser mamá y escribir son dos formas de vida que aún no se reconcilian en mí. No es que anden peleadas, lo que pasa es que tienen poco más de un año de conocerse, así que están como reconociéndose, ubicándose la una en la otra, dentro de esta persona que dice ser yo.
Apenas ha llegado la mamá, ella, la que escribía, casi no puede escribir. Además del cansancio y la fascinación, desde que tengo a mi hijo siento que todos mis roles se han traspapelado, que muchas mujeres viven en mí, preguntándose cosas, llorando, riéndose y viéndose al espejo. En este encuentro, este aquelarre que me habita, todavía no sé desde qué lugar escribir y si ese lugar, que nos acoge a ambas, a todas, es posible.
La mamá, la que escribe, la hermana, la hija, la nieta, la novia, la amante, la profesional, son mi pasado, mi herencia, lo que aprendí. Son mi destino incierto también, lo que aún no sé, lo que la maternidad me llevará a entender, lo que nunca aprenderé. Son ellas también las que me han traído hasta este sitio para ser mamá; mezcla de paraíso y filo del abismo, donde me he despojado del mundo y de lo que creía era yo para entregar mi cuerpo, ahora tan mamífero, a la supervivencia de mi cachorro, a su vida que la vida me ha prestado para hacerla florecer. Ellas también son mi madre, mi hermana, mi abuela, mis amigas, las mujeres que he visto y que me han visto, y en esta confusión de mujeres que intentan ser yo, en esta falta de lugar seguro desde donde escribirme, empiezo al menos por escribir sobre ellas.
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Mi mamá es poeta
En algún momento no preciso de la infancia, supe que mi mamá no era sólo mi mamá. Es decir, me di cuenta que había un montón de cosas y de gente más allá de mí, que le interesaban. Digamos que tomé conciencia que ella era de muchas formas. Unas formas me gustaban más que otras y ahora que lo pienso, me gustaban sobre todo tres: cuando mi mamá manejaba nuestro Trooper, un 4x4 ochentero, cuando mi mamá fumaba en la sala mientras escuchaba música y cuando mi mamá escribía.
Mi recuerdo de ella manejando es verla desde el asiento de atrás. Su pelo rojizo hasta los hombros empujado por el viento que entraba por la ventana cuando nos impulsábamos en el Trooper gris, sobre el puente de la Y que nos sacaba a toda velocidad de la casa en la calle Falconí. Yo me acercaba a ella desde atrás, estiraba el brazo y hacía que mis dedos tocaran las puntas de su pelo que volaba ignorando el tacto de mis yemas diminutas.
Cuando ella fumaba en la sala escuchando música, no me atrevía a decirle nada si es que no me llamaba. Jamás hubo una advertencia de su parte para no ser interrumpida, yo siempre hice un poco lo que quise, simplemente la veía absorta en su melancolía, en sus sonrisas para ella misma, en su soledad llena de hijos, en las preocupaciones de esos días que se suponen lejanos, pero que aún puedo hasta oler porque la infancia vive siempre como una prófuga del tiempo.
Mi mamá escribía a mano y luego iba a unos lugares de servicios mecanográficos cerca de la Universidad Central para que le “pasarán a limpio” sus poemas. Sentada en el escritorio, el único de la casa, sus manos grandes parecían pelearse con las hojas. Asentaba el esfero sobre el papel como tallando madera y luego, en cualquier momento, el papel ya estaba hecho añicos, cayendo en picada sobre la alfombra. Yo miraba desde afuera, iba y venía delante de la puerta mientras seguía en mis juegos de niña solitaria, y al final, cuando su cuarto ya era una nube de papeles amontonados, podía entrar abriéndome paso entre tanta poesía descartada, porque ella me pedía que opinara sobre el poema terminado. Escuchando su voz, sus letras que rara vez – o nunca -, hablaban de mí o mis hermanos, supe que cuando ella escribía dejaba de ser mamá, era ella, la mujer que yo fui conociendo de a poco, cuando dejé de ser tan niña, cuando me hice mujer.
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Ella, la mamá
Ella sigue fascinada, no se le ha ido y quizás nunca se le vaya esa sensación, ese instante delirante, mezcla de alegría, certeza, amor y soledad, que llenó la sala de partos cuando vio a su hijo por primera vez. El silencio fue profundo y cuando mira los ojos de su niño se repite ese silencio, ese vértigo que da la belleza de lo que es tuyo pero se te escapa un poco todos los días. Ella aún no encuentra todas las palabras para contar de ese momento, para decir como parió y se parió, porque es difícil escribir algo mediantemente coherente sobre el mundo cuando no sabes quién eres ahora que eres mamá.
El tiempo ya no es el tiempo para ella, es una aporía porque no entiende cómo vivirlo. A ratos parece querer que el niño crezca para volver a escribir, a hacer otras cosas, tomar un café, un trago, irse a cortar el pelo sin prisa, irse al cine con su esposo a cualquier hora. Ser mamá es como andar medio suspendida me dice, mientras atravesamos la ciudad en un taxi y ella mira angustiada su celular porque es la primera vez que está separada de su hijo más de una hora y muere por estar con él de nuevo. Al verla así le digo que no entiendo lo que me está diciendo, pero parece que ella tampoco. Aunque ahora ella viva en esta suerte de limbo entre lo que era su vida y lo que será, también quiere detener este tiempo, prolongar la sensación de que las manos de su hijo entren en las suyas, de que su olor de mamá le baste a él para ser feliz, aliviar el dolor y dormir. Al final del viaje, se baja del taxi y ríe con los ojos llenos de lágrimas sabiendo que no puede, que el tiempo pasa y que su niño, a su corta edad ya quiere a otros, la necesita un poco menos y esta primera etapa de la maternidad, aunque cansa como si fuera lenta, lentísima, es sin duda, la más fugaz y brutal de su existencia.
¿Qué hacemos ahora? le pregunto, ¿cuándo vas a escribir de nuevo? o más bien dicho, ¿cuándo escribirás de verdad y te dejarás de tanta pendejada? Ella me mira, se ríe, levanta las cejas y los hombros para decirme que no sabe, que no puede escribir todavía, que le es casi imposible y no, no es el cansancio, el apremio porque el niño sea gordo y coma bien, los pañales, los juegos y todo lo que se hace para inventarle un mundo feliz, no, no es eso, me dice, tratando de buscar una respuesta…lo que pasa es que al tener un hijo es como si estuviera aprendiendo de nuevo a hablar, a escuchar, a leer y a escribir.
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Aprender de nuevo
Aprender a hablar. Desde que mi hijo nació hablo un poco más lento, hablo un poco como tonta. Muevo la boca despacio y mi hijo repite los movimientos con su boca pequeña llena de baba, vacía de dientes. Describo para él todo lo que veo a mi paso como si las cosas y las personas tuvieran un cartelito para ser nombradas. Le digo “mira esa es una flor amarilla, ahí está un perro viejito, una niña que va corriendo, un árbol grande donde viven los pájaros”, cosas que siempre estuvieron ahí sin un nombre, el paisaje conocido vuelto a descubrir. Le cuento de los colores como si yo también los estuviera viendo por primera vez, le hablo de las horas del día tratando de hacer una rutina que nos permita sobrevivir el desasosiego de cada lunes, cuando el papá regresa a la oficina. Aprendo a hablar de nuevo y mi hijo ha empezado a hablarme.
Aprender a leer. Tengo cientos de libros postergados, siempre los he tenido. Nunca fui la lectora que quise ser, pero ahora acepto, con una calma que no conocía, que soy la lectora que puedo ser, de libros devorados, de libros abandonados, de libros que se leen cuando se puede. Sin embargo, he recuperado un hábito infantil; leo en voz alta y me convierto en los personajes de los cuentos que leo para mi hijo. Me siento actriz cuando soy el ratón, el oso, el niño que mira la mar, la niña que viaja, el pirata inglés y Alicia, perdida siempre en la maravilla. Mi niño me devuelve a mi infancia o al menos a esa parte de aprender a ver y tocar cada sílaba de las palabras.
Aprender a escuchar. En la primera noche que mi bebé habitó el mundo fuera de mi cuerpo, pensé que podría dejarlo en su cuna. Primer acto de independencia decía el mandato de buena madre. Lo dejé, volví a la cama, cerré los ojos esperando el descanso después del parto, pero el descanso nunca llegó. Escuché a mi hijo gritando, llamándome. Mi bebé que aún no tenía 24 horas de nacido, había tomado su primera decisión. No dormiría en su cuna, no lo alejarían de su madre. Lo escuché y vi como se tomaba con sus manos largas de las barandas de la cuna, pujando con todas sus fuerzas para levantarse, para volver al cuerpo de sonidos acuáticos donde creció. Él gritó cosas incomprensibles para el resto, pero yo sabía que de ahí salía mi nombre. Me levanté, lo llevé a mi cama, le hice una cuna con un poncho junto a mi almohada y mi niño durmió inmediatamente, el nuevo mundo se sentía bien solo junto a mí. Él ahora me llama mamá, a veces mamama, cuando me busca mamáaaa, cuando me reclama mamá-mamá y cuando no sabe cómo se llama algo, también lo bautiza como mamá. Aprendo entonces a escuchar mi nuevo nombre. Me llamo Daniela, pero ahora también me llamo mamá.
Aprender a escribir y aprender a esperar. Mi hijo termina de lactar y se queda dormido sobre mi panza. Es de noche, hace frío, quiero levantarme a la cocina, comer, tomar un té y sentarme a escribir, pero debo esperar a que el sueño de Matías se haga profundo, a que mi respiración lo meza, le produzca calor y él decida, medio sonámbulo, lanzarse a dormir sobre su papá que está ya dormido al otro lado de la cama. En los minutos que pasan desde que él empieza a cerrar sus ojos hasta llegar a su padre, siento una lucidez extrema. Mientras recorro el rostro pequeño de mi hijo, las pestañas de arriba que van abrazando a las de abajo, surgen mis proyectos más ambiciosos, los sueños que probablemente nunca alcanzaré. Es ahí cuando quiero escribir una novela, un libro de cuentos, crónicas, historias familiares, ficciones de la realidad, realidad de las ficciones. Ahí, en ese momento de contención me vuelvo escritora, ahí publico y me leen. Ahí, donde no estoy y ahí, donde para llegar tendré que aprender a esperar, un poquito, a escribir más, todos los días, un poco más.
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Entonces, no aclarada la confusión, pero descritas al menos una parte de todas las mujeres que habitan hoy en mí, intento escribir esto, reconciliar a la mamá y a la que escribe, darles un lugar y perder el miedo, bastante absurdo y algo real de sentir que cuando escribo, dejo de ser mamá y cuando no escribo, me abandono. Empiezo con ésto, tan caótico como yo, empiezo con ésto, un poco desordenado y dividido, empiezo de a poco, de nuevo y desde cero a convertirme en lo que deseo ser; una mamá que escribe.