Sleepy baby, Mary Cassatt, 1910.
Yo: la doble y única mujer
Por: Gaby Paz y Miño
La lavadora, que acaba su ciclo, me tortura con su pitido odioso. Ya voy. Intento ignorar al reloj del ordenador, pero este me recuerda, cada dos por tres, que en veinte minutos debo unirme a la marea silenciosa, que camina a buscar a los niños en la escuela del pueblo. Ya voy. Le doy una última revisión al texto que debo entregar esta tarde. Mordisqueo una tostada. Medio-extiendo una manta, cuando corro al cuarto de la lavadora, para hacerla callar de una vez. De regreso, sacudo, con mi mano abierta, el polvo de una estantería: aguanta una par de días. Anoto en mi muñeca la palabra “azúcar”. Evito mirar a la izquierda de mi escritorio, en donde se acumulan facturas. Tampoco miro al dormitorio, en donde crece una montaña de ropa.
Tecleo este primer párrafo por quinta vez. Han pasado más de cinco minutos y las líneas sobreviven. Eso es todo un éxito, porque ya podrían haber descendido al fondo de este documento infinito, como suele suceder, después de innumerables y furiosos enters.
La imagen no es tan romántica como la del escritor desvelado, con bata a cuadros y un café que se enfría, mientras arruga papeles y los tira al suelo con frustración. Yo soy, más bien, la madre a medio vestir, a medio peinar, a medio comer, a medio escribir… que da muchos enters y desplaza hacia abajo –donde no se ven- los párrafos que no le gustan, mientras repite: ya voy.
No los borro. Los guardo, por si acaso. Como hago con los calcetines de mis hijos, que se quedan “chullas”, después de lavarlos (aquí, el chiste clásico: los calcetines, no los hijos). O las ramitas de árbol, que luego usaremos para hacer manualidades (o que envejecerán, olvidadas en un bolso). O las piezas de carros de juguete, que “un día de estos” repararemos. O las hojas arrancadas de un libro de cuentos, que ya pegaré. O una cáscara seca de mandarina, que, con suerte, llegará al basurero.
No es exactamente Síndrome de Diógenes. Es precaución. Un acto reflejo que –desde que soy mamá- me hace pensar en las cinco siguientes posibles consecuencias de todo lo que hago. Si me deshago de algo de los niños, lo primero que pasará es que me lo pidan con vehemencia. Lo segundo, que yo no lo tenga. Lo tercero: que explique, sin éxito, por qué lo tiré (llevaba mucho tiempo ahí, se podría, no lo íbamos a usar). Lo cuarto: que intente demostrarles que sus cosas sí son importantes para mí. Y lo quinto: que se entristezcan y yo me arrepienta de haberlas tirado. Un proceso similar ocurre con los párrafos inconexos, cuando no los conservo: me preguntaré por qué los borré, me justificaré diciendo que no eran tan buenos; luego pensaré que por esa inconstancia, nunca escribiré un libro. Y así.
Por eso guardo las cosas. Las cáscaras. Las piecitas. Las medias impares. Las lecturas incompletas. Los links que me interesan. Los mensajes a mi propio mail. Los recordatorios en papeles adhesivos. Las cuentas. La ropa que “quizás después”. La lista de llamadas. Los nombres de editoriales. Los propósitos. Los párrafos.
Conservar. Pensar que ya habrá tiempo después. Saltar de una cosa a otra, dejando detrás de mí una maraña de hilos enredados, que se suponía debían ser señales para volver. Pensar en todo y en nada a la vez. Anticiparme. Retrasarme, para luego correr. Soñar a largo plazo. Cumplir lo que se puede.
Me digo que estos son hábitos que se acentuaron en mí con la maternidad, pero la verdad es que siempre fui inconstante. Supongo que si en mi época hubiese estado de moda diagnosticar a los niños inquietos, yo hubiera presentado síndrome de déficit de atención. Lo digo en serio.
Sin embargo, algo sí ha cambiado: si antes iba por el mundo, saltando por las ramas y deshaciéndome de todo –cosas, gente, piecitas, calcetines, textos- ahora lo guardo todo. En mi bolso o en un documento de Word. Por si acaso.
Pasan más cosas desde que soy madre. Por ejemplo: la secuencia se ha convertido en simultaneidad. Esto tiene una explicación orgánica: dicen que el cerebro de las mujeres que se convierten en mamás sufre muchos cambios. Las pequeñas lagunas de memoria o despistes, que resultan de ciertas podas neuronales, se compensan con la posibilidad de hacer varias tareas a la vez, con la empatía y la capacidad de organizar o resolver. La reducción de materia gris en determinadas partes del cerebro encuentra un balance en el desarrollo de otras funciones que una mujer necesita para gestionar la maternidad. Eso dicen.
O sea, ni me he vuelto tonta, como sugería alguien que replicó en FB un estudio sobre el este tema. Ni estoy más loca (ni menos). Simplemente tengo menos tiempo. Más cosas en qué pensar. Prioridades distintas. Vocecitas que me quieren contar cosas. Sesiones urgentes de cosquillas. Abrazos que no pueden esperar. Horarios que deben combinarse como en un tetrix. Plazos que se cumplen. Libros a medio leer. Cuentos que quiero contar. La hora del baño. La dispersión de siempre. La pirámide de Maslow.
Alguna vez, en alguna página o pantalla (tampoco me acuerdo), leí esto: “Yo quería salvar el mundo, pero no encontré una niñera”. La frase se quedó en mi memoria y, según la ocasión, mi mente juega con sus posibles variantes. “Yo quería escribir una gran obra, pero no encontré una niñera”. “Yo quería ganar un premio, pero no encontré una niñera”. Y así. Como un letrero en neón, se enciende esta línea en mi cabeza, cada vez que alguien consigue algún logro parecido. Me refiero a un logro que pudo (¿puede?) estar a mi alcance. No es envidia (aunque quizás sí, algo). Es más bien nostalgia. Esa difusa imagen del otro camino, de la alternativa vital que no elegimos, pero que también somos.
Es esa otra existencia en la que tu vida, tus horas, tu tiempo, tus tardes, tus sábados, feriados y días de guardar están dedicados a tu pasión creativa. Esa vida, en la que tecleas con furia a toda hora. Y cuando no tecleas, lees. Y cuando no lees, hablas sobre libros. En fin, esa vida en la que vuelves a los párrafos enseguida, con obstinación, sin dejar que se acumulen en el fondo de un documento.
Pero, aunque es cierto que no tengo ni la mitad del tiempo, dedicación y concentración que antes –y no tendría ni eso, si no contara con mi compañero de vida y batallas- también es mentira. Una mentira que me cuento desde hace mucho. Y que me salva. Yo escribo textos como destellos. Luego no sé qué hacer con ellos. Nunca he sabido. Mi empeño de buscar concursos o tocar las puertas de editoriales dura lo que un vaso de leche entibiándose en el microondas, a la hora de ir a la cama. Mi intento de blog flota por el mundo virtual, sin que yo sea capaz de recordar la clave de entrada.
Mis días se parten en cuatro, según marca el calendario escolar. Y las noches se dividen entre dormir unas horas y pasar las otras, imaginando enormes proyectos, que a la mañana siguiente se diluyen. En mis sueños remotos soy el relevo de Alice Munro, que escribió algunos de sus maravillosos relatos durante las siestas de sus tres hijas. Pasando del teclado a la lavadora y de la lavadora al juego de la tiendita. Así, hasta ganar el Nobel.
Un día me acuso de falta de ambición. Otro día celebro mis pequeñas victorias domésticas. Un día reniego de mis rutinas; al siguiente me encantan. Un día me ensombrezco por todo lo que no logro hacer. Otro día, no tengo tiempo ni para pensarlo, porque estoy riendo. Acunando. Guardando con cuidado la hoja de un platanero, que unas manos pequeñitas y amadas pusieron en mi bolso.
Puede ser mucho. Puede ser poco. Puede que mis grandes sueños creativos se hayan diluido en el paso de los días. O puede lo que el cuento que invento cada noche, con una palabra distinta (según la letra del abecedario que nos toque), sea otra forma, igual de maravillosa, de crear.
Una etapa que dura pocos años. O el compendio de todas las vidas. La “gran obra” que espera desde siempre. O el párrafo que sobrevive al tiempo, la inconstancia y a la doble poda neuronal de la doble maternidad.