Madriguera y tumba
Por: Martu Lasso
El niño mira a su mamá romperse, desmoronarse. Pero sonríe al ver los residuos en el aire y piensa que son copos de nieve oscura sin preocuparse por mí, alegre con la preparación al invierno. Debe pensar que tiene una madre estándar a la que dar los primeros dibujitos del jardín
Ariana Harwicz
Escribir sobre lo que significa el día de la madre resulta complejo, porque podría fácilmente caerse en el cliché melindroso de la exaltación de todas las grandezas de las diosas que engendran vida, y que sustentan al ser. Cosa que, está demás explicar, resulta violenta en contraste con las posibilidades de la realidad. Hablar del mismo modo de la entrega, de los sacrificios que tanto nos gusta aplaudir, porque nos quedó el rezago medieval de la veneración por los mártires, de asociar sufrimiento con la evolución del espíritu. También se podría recurrir a la recalcitrante denuncia de la lógica del consumo, que termina cooptando cada una de las manifestaciones populares de celebración y reduciéndolas a un frenesí de compras absurdas que, además, en la mayoría de casos, refuerzan todos los estereotipos sobre la mujer. Pero el ejercicio quizás invita a algo más, acaso seduzca porque plantea pensarnos desde la experiencia, que siempre estará en oposición a la imagen idealizada que se ha construido alrededor de este tan valorado y a la vez invisibilizado rol. Se podría, sí, mirar la complejidad de la relación con el origen, la perplejidad en la que se habita la maternidad, porque nada de lo que jamás estudió y vivió pudo preparar a la madre para enfrentar el desafío de encarar al otro de manera tan irrevocable. Asumir entonces que ser mamá sacudirá el mundo conocido, hasta dejarla inmóvil o tal vez también en perpetua huida.
Ser mamá es vivir en y ser la más implacable contradicción. Es ser el asidero y la cárcava. Es dar a luz para después habitar la sombra de la insuficiencia. Es estar en estado alerta todo el día y toda la noche y estar cansada y ausente todo el día y toda la noche. Es esperar con ansias el instante en que la abuela entre por la puerta, para encargar a la criatura un par de horas y poder recordar que uno fue persona antes de parir. Después dar un paso fuera de la casa, sentir nostalgia por el bebé que acaba de encargar, sentir culpa también y pasar las horas pensando que nada tiene más sentido que estar en el nido.
Ser mamá es tener que pelearse con el arquetipo de madre santa, enquistado en el centro del cada conciencia individual y colectiva. Es hacer las paces con la imperfección, con la decepción que crece en el hijo. Es aceptar el descenso cuando las alas de cera se queman en el sol de la cotidianidad y sus neuróticos delirios. Es hacer todos los cursos disponibles de filosofía Montessori y Emmi Pikler para terminar reproduciendo las conductas de los abuelos. Es decir lo que se juró jamás repetir; es sentirse poseída por las voces del padre y la madre que se burlan de lo que uno creyó ser.
Ser mamá es ser un volcán, es ser de metal y de madera, es entrar en trance. Es partirse en dos, desplazarse hacia adentro y hacia las raíces de todos los árboles, arraigarse ahí para no desfallecer y que un nuevo ser salga escurridizo y precario de adentro. Es enamorarse del olor a mantequilla de los pies y a dulce de leche del cuello, es olfatear, es tocar, es volverse bestia. Es también bregar con la mirada condescendiente del amigo que no piensa tener hijos y que cree estar en mayor control de su destino.
Ser mamá es querer morir cada noche que el hijo tiene un ataque de asma. Es escuchar de la boca de una curandera que la asfixia es señal de abandono. Es preguntarse si al descuidarse uno abandona también a la hija. Es pensar que quizás el asma era premonitorio de la intermitente deserción del padre. Es no creer en Dios y volverse mística. Es rezar para que el dolor cese. Ser madre es querer regalar al hijo al primero que pasa por delante con tal de dejar de escuchar el quejido de mamífero, que remueve los impulsos desde las vísceras hasta la corteza frontal. Es pasar de la homeopatía a los antibióticos como una esquizofrénica cualquiera. Es encerrarse en la cueva y no dejar pasar el sol, es contemplar por primera vez el miedo. Es leer la historia del Gruffalo mil quinientas cincuenta y seis veces al día. Es saber que los millares de juguetes de plástico que la comunidad aporta para celebrar a la cría son una broma amarga de Lucifer.
Ser mamá es ordeñar, es sacar cada gota de leche de las propias tetas y tirarla al tacho porque la noche anterior se bebió más de un tequila, tal vez más de cuatro. Es llenarse de esperanza, es tener la certeza de que habrá mañana. Es temer hasta el ataque de pánico por la estupidez de la humanidad. Es arrepentirse por haber contribuido a la sobrepoblación.
Ser mama es soltar, es dejar que el hijo se suba solo en un avión y empiece a construir su misterio. Es entregarse a lo desconocido con la única certeza de querer morir antes que los hijos. Ser mamá es parir, es abortar, es perder un hijo y que el aullido se escuche solo lejos, en la estratósfera, porque nadie de este planeta puede dejarse atravesar por ese dolor sin partirse también.
Es esconder las estrías debajo del pantalón de cintura; es ya no tener cintura. Es aceptar que el cuerpo ha empezado prematuramente el camino inexorable de la descomposición.
Ser mamá es no estar; es la más profunda ausencia. Ser mamá es recordar que en su lecho de muerte el abuelo de 75 años exigía, desde su garganta senil, la presencia de su madre para que aliviara el dolor. Es saber que siempre se quiere regresar a la madre, es no querer regresar.
Ser mamá es idealizar la vida para sostenerse de algo, es lastimar con palabras al hijo, es odiarse, es ser monstruosa, es asustar al exorcista, es transmitir todos los miedos y la inseguridad. Ser mamá es hacer pancakes en medio del peor chuchaqui, es pagar con creces las horas de “diversión”. Es pensar en la hija y rogar a la estrella más cercana que no herede tu debilidad por el encuentro carnal. Que no la enferme nunca el deseo. Es salir a media noche a comprar el remedio contra la tos. Es salir a media noche a aullarle al indiferente cielo porque no se puede querer más, porque no se sabe si se quiere, porque la vida no alcanza para entender en dónde quedaron los diminutos pies, porque no se puede volver atrás y finalmente respirar.
Ser mamá es el universo inagotable de la paradoja. Ser mamá es no ser nunca; y ser siempre una mamá.