Una larga nota mental
Por: Sandra Araya
No recuerdo el día, ni siquiera el año, tampoco puedo decir algo especial sobre el clima en la ciudad ni sobre mis pensamientos de ese entonces. Sé que había ido a un chequeo de rutina, una visita semestral al ginecólogo que terminó con una sentencia del médico: “Si usted quisiera tener hijos, tendría que seguir un largo tratamiento, y aun así, nadie puede asegurar que lo logre. Lo siento. Es más que probable que usted no pueda tener hijos”.
¿Quería yo tenerlos? Me lo pregunté muchas veces, y entonces comprendí que luego de una relación larga y aburrida con un hombre obsesionado con tener hijos y formar una familia “como Dios mandaba”, si no había pasado nada, pues no pasaría nada luego. Me resigné. Pensé en que tenía muchas cosas por hacer, que viviría feliz mi soltería, que después de todo no tenía mucha empatía con los niños, y que cuando me cansara de la fiesta y tuviera una carrera más o menos armada, si quería darle amor a alguien, siempre quedaba la opción de adoptar a un niño o seguir adoptando perros como una viejita loca. No quería un marido, no quería una familia además de la que ya tenía –mi madre, los siete perros de entonces (tengo la misma cantidad ahora, habría que pensar en eso, pero en otro espacio)–, así que suspiré con algo de alivio. No tendría hijos. Para finales del año 2011, el plan era ahorrar dinero para irme, el próximo año, a hacer una maestría en Buenos Aires, una ciudad de la que me había enamorado.
Escribo esto en el año 2018. Escribo sentada en una pequeña silla azul de plástico, rodeada de lápices de colores desperdigados (nota mental: no puede dejar su cuarto así) y con un ruidito de fondo, la voz de un dibujo animado que resulta ser un bebé vestido con un terno de ejecutivo. En la cama, un sujeto de cinco años y siete meses juega con una cantidad indeterminada de legos, con los que construye naves fantásticas, edificios de lujo o fortalezas increíbles (nota mental: después tendrá que recogerlos uno por uno, si no, adiós a la escuela de ingeniería para niños). El sujeto se llama Miguel. Es mi hijo. Es mi niño.
(–Miguel, sácate eso de la boca, te lo he dicho mil veces.
–Es que no puedo sacarlo con los dedos. Con los dientes sí puedo.
–Dame acá… No. No te metas los juguetes a la boca. Si te tragas uno, me va a tocar llevarte al hospital y abrirte la panza, ¿estamos?
–Estamos. ¿Me puedes traer avena?
–Te pregunté eso hace cinco minutos y me dijiste que no querías. Ahora debes esperar que termine de escribir este artículo. Es un trato. Yo escribo en tu cuarto y tú me dejas.)
Volvamos a nuestro asunto. Perdón por la interrupción.
Vivo pidiendo disculpas por las interrupciones constantes cuando converso con otros adultos. Vivo con mil ojos abiertos, como el monstruo Argos, por si el niño no se ha ido lejos, por si no hay algo en su boca o en su nariz. Vivo acosando a su padre por si mi niño está bien cuando sale con él. Vivo pensando en mi hijo, cuando no está, imagino mil tragedias, imagino mil encuentros, y cuando llego a su lado, vivo pensando en que en algún momento habrá silencio, podré sentarme a escribir, a ver una película que no sea animada ni estridente o que simplemente podré dormir. Me han dado ganas de ir unas cuantas veces donde el doctor que me dijo que no podría ser madre para presentarle a Miguel. Pero no recuerdo su nombre.
Recuerdo el nombre, en cambio, del maravilloso doctor que me ayudó a traer al mundo a mi hijo, que nos sacó vivos a él y a mí del quirófano, porque mi embarazo fue complicado. De hecho, sí fue algo contra toda probabilidad que yo pudiese concebir a mi hijo. Algunos lo llamarían accidente. Otros lo llamarían milagro. Yo le digo vida, nada más.
La concepción de mi hijo fue un imprevisto, pero no su nacimiento. Decidí que él viniera a mí. El día en que fui al médico a comprobar lo que una prueba casera me había mostrado, el doctor me hizo escuchar un latido rápido, como de ratón, como de pájaro, el tamborcito de un duende: era el corazón de mi hijo. Cuando salí del consultorio me senté en la vereda y lloré de miedo –sigo sosteniendo que en el principio de todo fue el miedo–, pero también lloraba por algo que jamás pensé sentir, algo que me había intentado explicar un amigo sicólogo: el amor de la madre es incondicional, una cosa que no podemos identificar como instinto ni como atávico a todos los seres humanos, mucho menos relacionarlo con todas las hembras de la especie, pero que cuando existe es eso, un absoluto.
Sentí que era un niño el que crecía dentro mío, compitiendo por alimento con un malvado mioma intrauterino al que llamé “el monstruo” durante los meses de gestación. Y decidí, además, que si mi hijo tenía que pelear dentro de mi cuerpo, debía llamarse Miguel, porque ese era el nombre de un valiente, del general de todas las huestes del cielo, según una linda historia mitológica. A su padre le gusta pensar que decidimos el nombre entre los dos. No. No fue un consenso (se lo hice creer, qué pena). Hay cosas que estaban dichas. El amor de mi vida debía llamarse Miguel. Me di cuenta de que para conocer a un héroe había que parirlo.
(–Mamá, se me rompió este lego… Amago de puchero.
–Déjame ver si puedo arreglarlo.
–¿Y mi avena?
–Ya voy. Déjame ver… se puede, con Brujita, termino el texto y voy por tu avena y pego el lego.)
Perdón nuevamente.
De vuelta al asunto… Sí, el héroe. Es un niño ahora. No quiero esperar de él nada que tenga que ver con mis sueños ni mis frustraciones. Es un niño. Un buen niño. Lo único que intento es que sea una buena persona más adelante. Nada más. Que no haga daño a otros.
¿Y cómo se supone que haga eso?
No puedo dar reglas de crianza a nadie más. Tampoco podría, bajo ningún concepto, ponerme a censurar a las mujeres que deciden interrumpir sus embarazos. Ellas no son mamás. No deben serlo si no quieren. Son mujeres –personas, por favor, personas– que tienen derecho a elegir sobre su cuerpo, sobre su vida, ¿qué sé yo de sus vidas? Puedo hablar solo por mí: la decisión de cambiar mis planes, de darle un giro a mi existencia, fue eso, una decisión personal basada en mis condiciones de subsistencia, razonada, sentida. Hay quienes no tuvieron esa opción, hay quienes fueron violentadas, hay quienes, sencillamente, quieren decidir sobre su cuerpo. Qué raro suena eso hoy en día, “decidir sobre nuestra vida”. Algo tan básico que no se entiende que no sea un derecho universal.
Claro que tampoco entiendo mucho esa nueva tendencia de algunas mujeres que, a pesar de que tienen la elección entre sus manos, critican a quienes tomamos el otro camino, el de hacernos cargo de otro ser humano. Que si la sobrepoblación, que si quieren vivir sus vidas a solas o con mascotas o con solo la pareja, que si seguramente fingimos cuando publicamos, oh pecado, fotos de nuestros retoños en redes… Las felicito a las que pueden elegir, en serio. Eso es lo importante, que nadie más decida sobre lo que sientes. Entonces no lo hagan por el resto.
No creo que alguien sea mejor que yo porque no quiere ser mamá. No creo ser mejor que nadie por ser mamá. Sencillamente soy. Somos. Personas.
Me importa que para él soy “mamá”. Punto. Sí. La que jode por todo, la que llora en todas las estúpidas películas de niños, la que tiene una prohibición terminante contra el chicle, la que siente frío y hace que él se abrigue. Es que los héroes, supongo, también tuvieron madre. Aunque los textos no lo digan.
“Mamá”, para él. Para el resto, “monstruo”, “loca”, “Sandra”, “la escritora”, me da igual. Y eso sería.
Tengo que ir a buscar avena.
Tengo que preparar el almuerzo.
Además, la dichosa película del bebé con traje tiene un fondito musical entre chulo y moderno que me está desesperando (nota mental: no critiques el gusto de tu hijo). De seguro recordaré este día. Como recuerdo, o trato, por lo menos, de jamás olvidar esos ratos en que podemos estar en casa, los dos, solos (bueno, con los siete perros), haciendo cada uno lo suyo, pero juntos.
–¡Mamá, la avena!
–Ya, ya voy. Y te vas a comer el almuerzo. Lo que sea que prepare. ¿Estamos?
–Estamos.
Somos.